El Estado y la representación.
Apuntes para el
debate de la izquierda y la participación electoral
Logiudice, Edgardo. Abogado y ex-docente de Ciencias Políticas
de la Universidad de Buenos Aires y co-autor -junto a Leandro Ferreyra y Mabel
Thwaytes Rey- de Gramsci Mirando al Sur, Buenos Aires, K&ai, 1994. Integró
el Colectivo editorial de DOXA. Es autor de numerosos artículos y ensayos en
publicaciones de Francia, Italia y nuestro país, referidos a las problemáticas
de la pobreza, la propiedad, el Estado, la representación y la crítica a la
ideología. Autor de Agamben y el Estado de Excepción, Ediciones Herramienta,
Buenos Aires, 2007. Integra el Consejo de redacción de Herramienta
¡Qué hacemos?
Me pregunto en primera
persona del plural porque la participación en los comicios es una forma de
acción colectiva. Y pregunto porque frente a ellos desde 1762 ronda la sombra
de la sentencia de Rousseau: "El pueblo inglés cree ser libre, y se
engaña mucho: no lo es sino durante la elección de los miembros del
parlamento; desde el momentos en que éstos son elegidos, el pueblo ya es
esclavo, no es nada"[1].
Algunos movimientos sociales
y estudiantiles universitarios, que probablemente constituyan la mejor herencia
de los procesos crítico-prácticos de la política fundada en lo que ha quedado
de la otrora democracia representativa electoral, constituye lo que llamamos
izquierda independiente. Abarca distintos espacios y diversos objetivos pero
quizá un elemento característico sea la asunción de un carácter horizontal,
anti-jerárquico, ideológicamente plural y proyectado en una tendencia
autogestionaria y anti-capitalista.
Ello significó y significa
una marcada toma de distancia con las instituciones clásicas de la política
reducida al campo de lo estatal o del poder del Estado, del que se cuestiona
fundamentalmente su título de representante del pueblo. De allí cierta repulsa
a la intervención en la política partidaria y la participación electoral.
En los últimos tiempos
algunos miembros de esos movimientos parecen considerar que existe un techo que
agota las posibilidades de crecimiento, cierto aislamiento social y un peligro
de enclaustramiento limitante para otros objetivos mayores. Todo eso en un
panorama de fraccionamiento a veces localista, con superposición de esfuerzos y
dificultades de coordinación.
Desde ese parecer, no sin
dudas, algunos partícipes de esos movimientos, quizá por experiencia exitosas en
el campo universitario, pero no sin razones teóricas han planteado la necesidad
de abrir el horizonte hacia alguna experiencia de participación electoral.
Herramienta,
felizmente ligada a esos movimientos, de forma directa en algunos casos a
través de miembros militantes de ellos, reflejó ese parecer en las dos últimas
ediciones web.
Desde los años noventa vengo
conjeturando sobre la probabilidad de desarrollos sociales auto-normados como
aspecto necesario de una profunda transformación social al menos no
capitalista. Procesos asentados en las estructuras que habitan los desposeídos
y dominados proclives a la cooperación (léase las estructuras de la exclusión y
la pobreza).
Desde esa perspectiva
pretendo sobre todo sumar algunas reflexiones, más que analizar taxativamente
los argumentos de Aldo Casas y Miguel Mazzeo, aunque ellos son los que
suscitaron esta pretensión.
Me parece que el hecho
de que aflore esta problemática muestra ante todo que la pasión política
felizmente no ha muerto. Porque si bien es cierto que la política, la gran
política no se reduce a lo que gira alrededor de lo que entendemos por Estado
-el campo político diría Bourdieu-, ésta, la pequeña política existe y
está comprendida por la otra.
No se la puede ignorar. Si el
Estado, como decía Marx en La
Ideología, es una ilusión de comunidad, esa ilusión no es ilusoria. Opera,
es eficaz y efectiva, tanto o más que cualquier ilusión mítica, la nación por
ejemplo, o religiosa.
Ignorarla nos puede hacer
feliz un rato, como mirar los lirios del campo estando con hambre y desnudos.
Por este lado vienen los peligros de cierto purismo tipo Holloway que
recuerda a Mateo[2].
Pero también puede significar
la tentación del atajo frente a la dificultades, en una coyuntura en que
ciertas incoherencias del discurso y de la acción del kirchnerismo y la
impotencia de una oposición que nada opone hacen entrever alguna probabilidad
para nuevas expresiones electorales. Por este lado, me parece, vienen los
peligros del oportunismo.
Es una ecuación difícil de la
que, creo, surgen todas las dudas y prevenciones que expresa Mazzeo. Ecuación
que Casas salda con la legítima apelación a otra política.
En sus trabajos que, creo,
funcionan como buenos disparadores para una discusión necesaria, los dos
compañeros apuntan a lo que, a mi parecer es, sino la única al menos una
privilegiada clave del asunto: el Estado.
Mi preocupación no gira tanto
sobre una definición teórica sobre el Estado, se intente o no desde los textos
clásicos del marxismo o desde una renovación de los mismos, sino sobre su
funcionamiento actual. Ello naturalmente significa trascender lo que podríamos
llamar el campo de lo político-estatal o político-institucional o
político-jurídico, aunque todo ello tenga su lugar en el funcionamiento de la
dominación social.
Es verdad que la intervención
de sectores obreros y populares en la actividad estatal no arribó a una
revolución que aboliera las relaciones de apropiación capitalista del trabajo,
la explotación del hombre por el hombre. Pero me parece innegable que esa
intervención efectiva o simbólica revolucionó muchas relaciones sociales de
todo tipo.
Intervenciones, electorales o
no, en una actividad estatal privilegiada no sólo por el monopolio de la
violencia física nada desdeñable, sino, y quizá sobre todo, por su
potencialidad ideológica, precisamente de ilusión de comunidad. Si se quiere,
siguiendo a Bourdieu otra vez, el monopolio de la violencia simbólica.
Ilusión de comunidad en la
que el papel relevante, creo, residió en la educación y el derecho, la ley,
como factores de cohesión de las relaciones sociales. Disciplinamiento y
territorio necesarios para el desenvolvimiento del capitalismo industrial.
No es necesario reducir todo
el universo de las relaciones sociales a la economía para señalar su lugar
privilegiado, el que ilumina con su luz una época, diría Marx, de
condicionamiento y determinación de ese universo: relaciones de familia, de
género de organización del trabajo, expresiones culturales, científicas,
religiosas, morales. Interindividuales y, por supuesto, políticas.
El estado de los
Estados.
Si admitimos cierta
determinación y condicionamiento del campo económico sobe el campo político o,
al menos, ciertos nexos fuertes entre la esfera de actividad económica y la
esfera de actividad política, entonces podemos comenzar con un interrogante: si
el capitalismo industrial ha cedido su hegemonía al capitalismo financiero ¿el
papel del Estado sigue siendo el mismo?
Creo que aunque nos estemos
refiriendo al Estado político moderno su papel no ha sido siempre el mismo.
Desde las comunas italianas al Welfare State[3].
Y tampoco ha sido siempre igual su relación con el desarrollo de la economía
ni, en particular, con el capitalismo y sus fases[4].
El Estado ¿es actualmente el
lugar privilegiado de disputa de tensión entre clases y sectores como lo
describía Marx?
La fragmentación de la clase
obrera, el debilitamiento de la fracción industrial, el crecimiento de los
servicios, la atomización generada por las múltiples formas de tercerización y
la labor ideológica de la competencia interindividual, debilitaron el papel que
algunas organizaciones tenían en aquellas disputas.
Las instituciones políticas,
en particular los parlamentos reflejan ese estado, de allí que sea a veces muy
difícil distinguir un partido de otro, para no hablar de los programas ya casi
inexistentes.
¿Juega la Ley, inseparable
del Estado, hoy el mismo papel de disciplinamiento y educación?
Me parece difícil afirmarlo.
En las grandes decisiones la ley ni siquiera cumple el papel de cohesión y
coordinación entre los sectores dominantes. Allí no llega ya el poder del
Estado. Se negocian normas para cada caso y su vigencia no pasa de allí. Ello
explica la profusión legiferante y los continuos cambios de las leyes fundamentales.
El debilitamiento del
monopolio de la fuerza que sostiene las leyes se hace ostensible en todos los
aparatos de seguridad privada, la autonomía de órganos como la CIA, el FBI,
entre los más conocidos, los ejércitos irregulares de las mafias narcotraficantes,
por ejemplo.
Más que disciplinamiento para
la producción, los estados parecen disciplinar la exclusión, entre otros medios
a través del enclaustramiento o el asistencialismo con obligación de trabajo,
es decir trabajo forzado, como señala Wacquant[5].
¿Es el Estado hoy el lugar de
las tomas de decisión política, es decir que afectan las conductas de grandes
masas?
Por el lado de lo que
llamamos público los organismos supranacionales y supraestatales condicionan de
hecho y de derecho la pretendida soberanía estatal. Conocemos al Banco Mundial,
al FMI y a todos los organismos de Bruselas. Hace mucho tiempo que los estados
vienen declinando la jurisdicción judicial, sobre todo en materia financiera.
Pero también por el lado que
llamamos privado los acuerdos de los grandes grupos empresarios y financieros,
a través de fusiones y absorciones, a través de las huelgas de capitales, del
manejo de los futuros de la moneda, de las especulaciones bursátiles, erosionan
permanentemente la mentada soberanía. Baste recordar que hizo Soros con la
libra esterlina, nada menos[6].
Ello significa que todas esas
decisiones son políticas y no están originadas en el Estado.
Es verdad que este Estado,
reducido a su función fiscal de recaudador de los pagos de las deudas públicas
y privadas de los no-excluidos, penal de represión y asistencial de
control de los excluidos, mantiene su carácter simbólico y a él se dirigen las
demandas.
El carácter simbólico se
sustenta en el discurso anfibológico, ambiguo, de prometer el interés común al
tiempo que oculta su función de gestor del interés privado.
Las demandas no son sino el
pedido del cumplimiento de la promesa comunitaria. Pero ese discurso se asienta
en el mecanismo de la representación que otorga al Estado la ilusión de
comunidad de hombres libres. En la modernidad el Estado refleja los anhelos y esperanzas
de los dominados como la Iglesia los reflejaba en la Edad Media. Es la
alienación política.
Es ese mecanismo que
torturaba a Rousseau, pero ¿qué ha quedado de él cuando el Estado ya no es el
lugar privilegiado de las decisiones políticas ni conserva el monopolio
legítimo de la fuerza o la violencia simbólica? ¿qué queda cuándo la Ley, que
aparecía como expresión de la voluntad general a través de los representantes,
no sólo no puede ser garantizada, sino que ha perdido su carácter de norma general,
es decir pública, para todos igual?
Por supuesto que las
funciones todavía no se agotan. Lucen, junto a las que vemos en algunos
lugares las del vouyeurismo de Estado, la producción de la muerte, el traslado
forzado de campesinos, los domicilios legales del lavado, en otros el papel de
porteros sin librea para capitales chinos y norteamericanos (si es que se
pueden distinguir). Pero es de suponer que no son esas funciones las que nos
interesan.
La representación.
La representación, como forma
política nace con los estados modernos unificados con un centro de decisión.
Este arbitrio es el medio que tienen los centros rurales para participar a
pesar de las distancias espaciales. La representación es un medio y una
mediación.
No lo es el voto, como no lo
es en ninguna asamblea. El número sólo hace manifiesta directamente la cantidad
de voluntades en algún sentido, como si el resultado conformara una voluntad
común, que de esa manera se personifica. Este es un presupuesto de las
democracias modernas.
Pero el arbitrio de la
representación supone la existencia previa de una persona, la nación, el pueblo.
La persona, que en la idea de la democracia directa del contractualismo[7] era un resultado, en la democracia
representativa electoral, aparece como un presupuesto supuesto, una ilusión de
comunidad.
Comunidad de individuos
libres, es decir que manifiestan y, a través del sufragio, ejercen su voluntad,
e iguales ya que cada individuos equivale a un voto.
El individuo libre e igual es
el individuo que contrata, que intercambia, cuyo modelo es el comerciante en el
mercado. La matriz mercantil soporta al individuo libre e igual. Y la matriz
mercantil es la matriz del capitalismo. El supuesto del salario es la libertad
y la igualdad en el mercado del trabajo.
La incorporación a la
producción a través del salario genera individuos ideológicamente libres e
iguales, ciudadanos modernos. Como tales demandan sufragar. La primer gran
lucha política en la modernidad consolidada quizá haya sido el sufragio. El
capitalismo industrial generó ciudadanos, a pesar suyo, para incluirlos como
productores a través del salario. El ciudadano siervo[8].
Pero ciudadanos mediados por
la representación, no fundada ahora en la distancia sino en la imposibilidad de
la deliberación del gran número[9].
De la sociedad de masas originada en el capitalismo industrial.
La participación significó,
significa, la aceptación del supuesto de la pertenencia común al Estado, es
decir a la forma en que se organiza un mercado, sobre bases geográficas e
históricas, como una unidad. El Estado es el garante de ese mercado a través
del monopolio legitimado de la violencia, sea física o simbólica. Es decir del
cumplimiento de los contratos, de los intercambios en que la producción se
realiza como mercancía y, con ella, la ganancia.
Esta es la forma de
legitimación por excelencia del Estado y de los gobiernos.
¿Qué sucede cuando el modo de
apropiación del trabajo por medio del salario, el modo de producción
capitalista industrial no es ya hegemónico?
¿Qué sucede con la
ciudadanía, el Estado, la legitimación?
Para comenzar. La exclusión
de grandes masas desposeídas a través de las migraciones genera no-ciudadanos,
sin-papeles. No venden su fuerza de trabajo, no compran sus condiciones de
vida, no votan.
El ciudadano no interesa como
trabajador sino como cliente, como comprador. El lugar de nacimiento o la
sangre fueron los presupuestos de la nacionalidad clásicos. La pertenencia a
una nación como Estado. Desde hace tiempo para obtener la residencia -en
Argentina en algún momento con migrantes asiáticos- fue necesario acreditar ya
no la existencia de algún trabajo sino la tenencia de una suma de dinero. El
dinero sirve para comprar. Ya en algunos países como España, México y Grecia,
la compra de algún inmueble más o menos valioso otorga la residencia para
obtener la nacionalidad. Para Estados Unidos la ciudadanía es una cuestión de
mercado, los talentos de los inmigrantes son más baratos que los nacionales[10].
Estamos frente a algo así
como el ciudadano-cliente que sustituye al ciudadano-siervo.
De este modo la nacionalidad
como historia, tradición, lengua, que es el presupuesto de pertenencia a
una comunidad del Estado moderno, pierde su sustento ideológico. El Estado va
perdiendo su ilusión de comunidad para transformar a sus habitantes en una
clientela. Y la misma nación se convierte en una marca de mercado[11].
Con lo cual el Estado va
perdiendo su carácter de persona trascendente a la que se atribuye una voluntad
general o común. El Estado no aparece más que como una organización
administrativa y los gobiernos como sus gerentes, sus gestores. Gestores de la
acción del gobierno, ya no mandatarios del pueblo.
Con ello se diluye la
representación como legitimación. La legitimación apunta para el lado de la
eficacia y eficiencia en la gestión, parámetros puestos por el Banco Mundial
como indicadores de gobernabilidad. Experiencia y halo de idoneidad son
propuestos como capacidades de liderazgo antes que de representación. De
allí la preeminencia de los ejecutivos sobre los legislativos.
El distanciamiento de los
llamados representantes de sus representados no es sólo la denominada
crisis de representatividad, sino que la representación no es ya legitimadora.
Si la representación
significaba la mediación necesaria para la apariencia de democracia, su
debilitamiento erosiona la credibilidad en la propia democracia. Decrece la
participación electoral donde el voto ya no es obligatorio, pero aun también
donde lo es[12].
La prescindibilidad de la representación
como legitimación acentúa el carácter de la personalidad de los candidatos, sus
atributos reales o imaginarios, su imagen. Lo que convierte a los candidatos en
tránsfugas partidarios y a los partidos en simples empresas de publicidad.
El electorado pasa a ser así,
sin la ilusión de la representación de sus intereses y demandas, el elector de
una marca, de un logo. Una imagen, una evocación difusa que no alcanza a ser
siquiera un mito de los orígenes. Cumpliendo la función aun necesaria del trámite
jurídico electoral, allí donde no ha sido suplido por un mero concurso[13].
El voto, sin la mediación
ideológica de la representación, queda reducido a su simple función numérica,
como una abstracción.
La mediación de la
representación es lo que da sentido al sintagma democracia-representativa-electoral,
su sentido legitimador del Estado-nación como unidad ideal de los nacionales.
Su deterioro ha desarticulado sus términos. Por ello es que el discurso
democrático apela sólo al número y el número parece legitimar cualquier
decisión.
La representación legitimaba
la Ley como expresión de la voluntad general y la Ley, el derecho, no sólo
cohesionaba el mercado como ideología orgánica del sistema, sino además, como
lo sostuvo Bourdieu, tenía un papel pedagógico, educativo, formador de
conductas , en otras palabras normativo. De normatividad heterónoma y, en
virtud de la representación, con apariencia autónoma.
Erosionadas la Ley, el Estado
y la representación, la función educativa-normativa la cumple la publicidad. La
ideología no se juega tanto hoy en la ley y el sistema educativo como en los
medios. Como generadores de normas de conductas, también heterónomas y con apariencia
de autónomas. La fidelización no sólo a una marca, a un logo, sino a un
líder que funciona como marca o logo, portador de saberes de gestión eficaces[14].
Estas transformaciones no
responden directamente a la hegemonía del capital financiero sobre el
industrial. La sustitución del paradigma productivo ha cedido a la del
paradigma del consumo. Porque, me parece, que es hoy a través del consumo - de
los que pueden consumir - que se efectúa la apropiación del trabajo ajeno. Vale
decir, a través de la deuda que el consumo genera[15].
Y el consumo, real o virtual, es la base de sustentación de toda la
ingeniería financiera. Y los Estados no pueden ya, funcionar tampoco sin
deudas.
Creo que este es el terreno
que estamos pisando.
Panorama desde abajo.
El mismo hecho de que
la política se genere por fuera del Estado desde los sectores dominantes nos
revela que es probable también generarla desde los sectores dominados. Pero me
parece que esto depende de las relaciones de fuerza.
Reconocer la presencia del
Estado y la permanencia de su discurso representativo obliga a seguir
dirigiendo a él las demandas. Pero una cosa es dirigir las demandas y otra cosa
participar en sus mecanismos como probables representantes en una función casi
perimida.
Podría argüirse que sufragar
es también participar en la maquinaria. Sin embargo el sufragio universal e
igualitario es un derecho conquistado (desvirtuado por la representación)
necesario aun para tomar una decisión democrática en un colectivo, aun para
delegar funciones revocables.
De todos modos también la
participación o abstención creo que está sujeta a las relaciones de fuerza. Es
decir a la coyuntura.
Digo coyuntura y relaciones
de fuerza porque ante la probabilidad de alguna intervención mínimamente
eficaz, a través de lo subsistente de la democracia representativa electoral,
no me parece suficiente dictaminar un código de normas precautorias de
comportamiento.
Porque creo que en última
instancia, si es otro el lugar de acumulación o como se quiera llamar en el
hacer contra-hegemónico, allí sería donde parece conveniente insistir. Quizá
revisando objetivos, quizá puliendo los localismos y sectorización. Tanto sea
como para participar en un eventual acto electoral o no, pero como una fuerte
fuerza social.
Las decisiones audaces y
valerosas del tipo de la de Lenin ante la coyuntura creo que son para otros
tiempos y, como dijo Gramsci, en un lugar donde el Estado era todo.
Hemos buscado jugar la
hegemonía en los aparatos ideológicos del Estado ¿dónde están ahora, cuando los
Estados declinan la educación cercenando presupuestos?
Si la hegemonía no se juega
ya en el campo de la Ley sino en el campo de la publicidad, la difusión, la
comunicación, la información, ya que tanto hablamos de discursos y
subjetividades ¿no es posible meter fuerza allí como factor de cohesión para
generar la fuerza necesaria?
Me parece que nadie está
dispuesto a creer que existe una nueva fuerza con nuevas formas si no se
demuestra antes.
Es verdad que hay medios
alternativos, creo que no alcanzan para difundir la cantidad y calidad de
luchas e iniciativas que existen. En mi opinión son muy insuficientes. ¿Se
lograría más con un eventual concejal en la legislatura?
Creatividad creo que hay de
sobra, faltan medios ¿es más barato pagar una campaña electoral?
Es verdad que los actores han
cambiado, que se han dormido y debilitado los que eran combativos e
imprescindibles con el modo de producción fordista y se han despertado algunos
que parecían dormidos y aparecido otros nuevos. Me parece que, por eso
precisamente, invocar una mística nacional y popular y su soberanía, para
aglutinar la fuerza de un nuevo sujeto, es envolver un fenómeno complejo en una
personificación pretendidamente trascendente. Apostar a algo ya asimilado por
el marketing de la revolución conservadora. Tan abstracto y genérico como las multitudes
de Negri.
Porque si lo que dije antes
respecto al Estado y la representación tiene cierta cordura la pregunta es ¿qué
queremos decir con nacional o con popular?
Creo que nuestro problema
sigue siendo el de las generalidades. De ellas no se escapa buscando un sujeto
aunque se lo conciba múltiple y diverso.
Marx concibió como sujeto
revolucionario a la clase obrera y no se equivocó, aunque la revolución social
terminara gatopardista, pasiva, tanto en el Este como en el Oeste. Pero
concibió ese sujeto en el mecanismo de las contradicciones del capitalismo
industrial, cuyo eje fue la producción. De allí el paradigma productivista.
Pero me parece que hoy el
paradigma es el consumo. El consumo como pivote de la renta financiera. Basta
leer los informes de la FAO: la crisis alimentaria como parte del negocio de
los commodities agrícolas y no al revés[16].
Puede ser que esté
completamente equivocado, pero los dos grandes problemas actuales y globales
son hoy el hambre y la destrucción del planeta. La clave de ambos está en el
consumo y ambos están directamente vinculados.
El hambre y la destrucción
del planeta tiene que ver con la soja, con el maíz y el trigo. Cosas que se
consumen. La soja, la colza y el maíz tienen que ver con los biocombustibles y
éstos con los automóviles, que se usan. Uso y consumo son el final de la
cadena. Pienso que es necesario indagar sobre ello, sobre la forma en que los
movimientos se relacionan con ello. De qué modo aparecen en sus demandas y
reivindicaciones. Porque si no estoy completamente errado ellos son, o podrían
ser, un hilo unificador.
No es para banalizar, sino
para pensar. El detonante de Taksim fue el uso de un espacio, otro fue el de
las restricciones al consumo de alcohol. Es verdad que Solano no es Taksim, ni
la Puerta del Sol es González Catán. Pero, a pesar de un origen histórico
distinto, me parece que deberíamos indagar qué es lo que tienen de común. Quizá
por allí encontremos los usos y consumos.
Los usos, el consumo es un
uso que agota la cosa. Un uso: uso del software libre, uso de la tierra, uso de
la ciudad, uso de la semilla, uso del cuerpo, uso del transporte, de la
televisión, de la escuela. Uso del dinero. Donde miremos, Brasil, España,
Grecia, Turquía, Chile, Nueva York, Formosa y Neuquén.
Las indignaciones no son
arbitrarias ni producto de un espíritu santo de rebelión innato. Las libertades
son siempre concretas, la esencia del hombre queda para la teología. Como dijo
Bloch en algún reportaje, para no desilusionarse no hay que ilusionarse, soñar
pero con los ojos abiertos. Porque no ignoro que la indignación tiene un fuerte
tono ético, ético-político, como suele recalcar el italiano Giuseppe
Prestipino. La desigualdad creciente, la corrupción, la humillación, las
frustraciones. El valor de la solidaridad y la cooperación, el altruismo.
Lugares en que se funda la esperanza.
La esperanza es algo más que
una virtud teologal, pero no garantiza ningún milagro.
Coyuntura no es un término
ajeno a relaciones de fuerza. La fuerza no reside en las prefiguraciones
teleológicas que sólo señalan caminos probables, lógicamente probables.
La hegemonía se construye
desde los lugares probables.
Nadie tiene derecho a decirle
a los movimientos sociales que es lo que tienen que hacer. Pero un deber de
quienes tienen mayor acceso a la información es difundir lo que conocen y
opinar. Esto también quizá sea militancia de socialización. Y no se trata de la
arrogancia del ilustrado sino de quien comparte lo que tiene, algún
conocimiento que otro no pudo tener para que éste lo aproveche y haga con él lo
que le parezca. No vanguardia sino retaguardia, reserva.
Pero es al menos probable que
esa información sea un punto que ayude a unificar los esfuerzos dispersos si se
aprecia la conexión de los distintos problemas. No hace falta bajar consignas,
surgirían de abajo. Y las consignas cohesionan y movilizan. Constituyen una
fuerza, una fuerza social. De allí resultará el sujeto, no de nuestra cabeza,
no de las generalidades nacionales y populares, ni del mito de la clase
trabajadora, homogénea y uniforme y predestinada. Me parece.
Por supuesto que esto que
vengo diciendo no es más que un esquema en forma de conjetura. No se me escapa
que hay fenómenos sociales, culturales, religiosos y políticos que no pueden
ser resueltos directamente por este esquema. Pero creo que no es arbitrario
como punto de vista para apreciar las transformaciones de los mecanismos
político-institucionales de dominación. Sobre todo a la hora de decidir
colectivamente conductas... colectivas. Porque acá estamos hablando de
elecciones.
junio 2013.
[1] ROUSSEAU,
Jean-Jacques. El contrato
social. Buenos Aires, 1965, Aguilar, pág. 176.
[2] 6:26 Mirad
las aves del cielo, que no
siembran, ni siegan, ni recogen en graneros; y vuestro Padre celestial las
alimenta. 6:28 Y por el vestido, ¿por qué os afanáis? Considerad los
lirios del campo, cómo crecen: no
trabajan ni hilan; 6:31 No os afanéis, pues, diciendo: ¿Qué comeremos,
o qué beberemos, o qué vestiremos? 6:32 Porque los gentiles buscan todas estas
cosas.
[3] Sobre
los antecedentes del Estado moderno en las comunas italianas en el siglo XIII,
BIDET, Jacques, L´État-monde.
París, 2011, PUF, Pág. 192 y ss..
[4] Harvey
señala, por ejemplo, que el nexo Estado-finanzas se remonta a fines de la
Edad Media, pero es desde la década de los setenta que ha sufrido
renovaciones radicales. HARVEY, David, El
enigma del capital y las crisis del capitalismo. Madrid, 2012, Akal, págs.
47, 77.
[5]WACQUANT, Loïc, Las dos caras de un gueto.
Buenos Aires, 2010, Siglo veintiuno.
[6] Le
bastaron 10.000 millones de dólares al Quantum Fund de Soros para hacer
devaluar la Libra un 15% en un sólo día, el 16 de setiembre de 1992. En 2012
las reservas del Banco Central de la República Oriental del Uruguay alcanzaron
los 11.000 millones de dólares.
[7] Los
que establecen el pacto que crea el cuerpo político.
[8] Las
revoluciones burguesas generaron "un modo de explotación diferente que
permitía considerar propietario al explotado (pues algo tenía que
vender)". CAPELLA, Juan Ramón. Los
ciudadanos siervos. Madrid, 1993. Trotta, pág. 137.
[9] "No
se puede imaginar que el pueblo permanezca continuamente reunido en asamblea
para vacar los asuntos públicos...". ROUSSEAU, J.J., Op.cit. pág. 136.
[11] España
está en una campaña llamada Marca
España. Trata de imponer el jamón ibérico y otros productos. El rey Juan
Carlos, de la dinastía borbónica sale de gira para venderla.
[12] En
las últimas elecciones italianas, con participación obligatoria, en Roma votó
sólo el 45% del electorado. En América Latina la regla, aunque bastante lábil,
es la obligatoriedad del voto. En Colombia, Guatemala, México y El Salvador el
abstencionismo es desde un 30% a un 56%.
[13] La
preeminencia de los Ejecutivos sobre el Parlamento está reforzada por un
movimiento de separación de la política de la administración. De este modo se
crea la figura del Alto Directivo Público. Tiene su origen en Nueva Zelandia y
funciona allí y en Australia. Se trata de la selección por concursos de
funcionarios de nivel ministerial, como si sus decisiones no fuesen políticas.
En América Latina ha sido adoptado por Chile y en Uruguay fue propuesto por
Tabaré. Para otros niveles de decisión ha sido adoptado por algunos países de
la OCDE. En Nueva Zelandia ni siquiera es necesaria la nacionalidad para ocupar
el cargo. Su gestión es libre, es decir no sujeta a decisiones políticas, como
el mandato libre de los representantes pero sin representación. No existen
restricciones para ser reclutados entre los gerentes de empresas.
La izquierda independiente argentina frente al
desafío electoral
Es docente en la
Universidad de Buenos Aires (UBA) y en la Universidad de Lanús (UNLa). Participa
en espacios de formación de distintas organizaciones populares y en diversas
Cátedras Libres en Buenos Aires y en el interior del país. Fue Coordinador
Nacional de la Cátedra Libre Universidad y Movimientos Sociales en la
Universidad de La Plata (UNLP) en 2005 y de la Cátedra Abierta América Latina
en la Universidad de Mar del Plata (UNMdP) en 2006 y en 2010. Autor de
numerosos libros entre los que se destacan: ¿Qué (no) hacer? (Antropofagia,
2005); El Sueño de Una cosa (El Colectivo, 2007; Fundación Editorial el perro y
la rana-Venezuela-, 2007); Invitación al descubrimiento, José Carlos Mariátegui
y el Socialismo de Nuestra América (El Colectivo, 2008; Minerva-Lima-, 2008);
Poder popular y nación (Herramienta ediciones-El Colectivo, 2011); Conjurar a
Babel (Dialektik-El Colectivo, 2012). Es militante del Frente Popular Darío
Santillán Corriente Nacional (FPDS CN).
**Mazzeo,
Miguel.
“Solo cuando el
hombre real, individual, reabsorba en sí mismo al abstracto ciudadano y, como
hombre individual, ‘exista al nivel de la especie’ en su vida empírica, en su
trabajo individual, en sus relaciones individuales; sólo cuando, habiendo
reconocido y organizado sus ‘fuerzas propias’ como ‘fuerzas sociales’, ya no se
separe de sí la fuerza social en forma defuerza ‘política’, sólo entonces, se
habrá cumplido la verdadera emancipación humana…”
Karl Marx, La cuestión judía (1843)
“Frente a la vieja sociedad,
con sus miserias económicas y su delirio político, está surgiendo una sociedad
nueva.” Karl Marx, Primer
manifiesto de la Internacional sobre la Guerra Franco prusiana (1870)
Introducción
Sectores de la denominada
izquierda independiente de Argentina, surgida al calor de las luchas populares
de los años de la mudanza del siglo y el milenio, porciones del espacio
político-identitario que es hijo dilecto de la rebelión popular de 2001, han
asumido recientemente la necesidad de incursionar en el terreno electoral.
Enhorabuena. La lucha por cambiar el mundo es integral. No se puede renunciar a
priori a ningún espacio de confrontación, de activación y de proyección
política, de validación de proyectos de cambio social, mucho menos invocando
ataduras o repulsas dogmáticas, y apelando a principismos huecos e infundados
(como, por ejemplo, la postura que ve en la acción política una desviación del
camino de la emancipación, camino en el que sólo considera a la lucha económica
y social), o asumiendo la clave del “todo o nada”, que, por lo general, alienta
el sectarismo y/o la pasividad.
El reconocimiento por parte
de Carlos Marx de la importancia de la lucha política hizo que Mijail Bakunin
(entre otros anarquistas) lo calificara de oportunista, moderado y portavoz de
la pequeña burguesía (o de la “aristocracia obrera”) de los países más
desarrollados de Europa. La postura antipolítica de Bakunin se expresó en
sectarismo doctrinario e ideológico y también en un sectarismo corporativo que
planteaba el alejamiento de la lucha política como una forma de preservarse de
sus contaminaciones. Pero el sectarismo nunca es garante de nada bueno. Existen
infinidad de experiencias históricas en las que la indiferencia o el repudio a
la política condujeron al inmoralismo absoluto respecto de los medios de lucha
o a la apelación al Estado y al gobierno burgués.
Creemos fehacientemente que
un proyecto de transformación radical de la sociedad, un proyecto
anticapitalista, debe asumir el momento del poder estatal en todas sus
dimensiones. No está de más recordar que la noción de hegemonía (o de
contra-hegemonía), presente en casi todas las formulaciones de la izquierda
independiente, posee implicancias estatales. Podríamos decir: posee
“consecuencias estatales”, por lo menos intermedias.
Esta izquierda independiente,
que ha sabido desarrollar infinidad de prácticas territoriales, sociales,
culturales, pedagógicas, comunicacionales, etcétera, estima (algunos de los
grupos y organizaciones que la componen) que ya es tiempo de realizar una
experiencia electoral. Considera que la participación electoral puede
contribuir a proyectar sus praxis, sus ideas, sus proyectos. Abriga la certeza
de que esta participación podrá ampliar el campo de sus interlocutores.
Aunque resulte una
trivialidad, no se puede dejar de recordar que se trata de incursionar en un
espacio ajeno, hostil y vacío de contenidos emancipatorios, en un escenario
preparado para la lucha intrasistémica, para la sustitución del pueblo, para la
separación entre dirigentes y dirigidos, para la autopromoción individual y
egocéntrica. Para no ahondar en una descripción obvia, digamos que se trata de
un espacio donde, respecto del sujeto del poder, priman las tendencias
elitistas por sobre las colectivistas; y, respecto del objeto del poder,
predominan las tendencias a la concentración (por parte del Estado o de las
corporaciones más poderosas) de un conjunto extenso de funciones enajenadas a
la sociedad civil popular[1].
Sumémosle unos principios estrechos, una lógica utilitaria y una moral errónea,
vana y superficial. Sin dudas, se trata de un espacio que alienta las
componendas con el poder instituido y las abdicaciones.
Entonces, el desafío es
aportar, desde ese campo vertical e impropio, al despliegue de las praxis
antisistémicas y a la consolidación de los órganos idóneos para la realización
de las aspiraciones colectivas, lo que exige poner en tensión ese mismo campo,
eludir sus trampas, conmocionarlo, desbordarlo, desestructurarlo como lugar de
concentración de poder, transformarlo cualitativamente, quebrar su
unilateralidad, darle otros sentidos. Sentidos que redefinan sus posibilidades
y sus códigos. Sentidos que no presenten al Estado como la única fuente de
racionalidad y de construcción de la sociedad. Sentidos desconcentradores y
descorporativizantes.
La tarea es compleja, pero no
por eso menos necesaria. En el contexto de una guerra de posiciones, se torna
necesario intervenir en “el arriba”, para avanzar en la consolidación de los
movimientos sociales anticapitalistas y en la construcción del socialismo desde
abajo. Se trata de desarrollar formas de poder constituido no invasivas de los
espacios y los tiempos autónomos, formas que estimulen las prácticas
constituyentes. Se trata de crear un círculo virtuoso –seguramente no exento de
conflictos y tensiones– entre estos dos planos.
En última instancia se trata
de hacer posible un maridaje fructífero entre el utopismo y el realismo
revolucionarios, entre la tesis –marxista, libertaria– de la extinción del
Estado y el reconocimiento de la complejidad y autonomía (relativa) de la
esfera política.
Por donde se lo mire el
experimento es riesgoso.
Existe el peligro de
confundir “la política” con algunas de sus expresiones más estrechas y
limitantes, verbigracia: las instituciones burguesas clásicas, la
representatividad y la delegación, en fin: la democracia liberal como forma
políticamente dominante y como dogma hegemónico. Por cierto, creemos que se
trata de las expresiones menos adecuadas para plantearse una tarea de
redefinición del quehacer político en términos emancipatorios.
Existe el peligro de caer en
el formalismo burgués que limita la dialéctica social a los conflictos de
opiniones de la esfera pública, en el convencionalismo que impone máscaras,
personalidades apócrifas y situaciones ambiguas. Claro que también hay que
tener presente los riesgos que presentan las praxis que buscan reabsorber la
esfera política en la actividad social (praxis que no resultan ajenas al marxismo
y otras corrientes libertarias), riesgos que pueden sintetizarse en dos
tendencias negativas: el economicismo y la antipolítica.
El experimento puede
desdibujar los perfiles libertarios de la izquierda independiente, afectar el
desarrollo de su identidad crítico-revolucionaria, promover el sustitucionismo
y una agenda ajena a los intereses de las clases subalternas y oprimidas. Puede
hacer que la izquierda independiente quede por debajo de su actual punto de
partida, de sus elementos identitarios más distintivos y potentes, por ejemplo:
·
Su concepción de la política como gestación y parto y no como gestión de
lo dado. Podría decirse: una idea “seminal” de la política. Una idea en donde
la mística, la comunicación, la confianza pesan más que los formalismos (las
normas, los procedimientos y los sistemas de control); exceptuando aquellos
formalismos que constituyen lo que puede denominarse la “dimensión
procedimental” de la utopía de la izquierda por venir.
·
Su concepción de la política como apuesta que se inscribe en términos de deseo y
confianza en los y las de abajo, y que, por consiguiente, reemplaza la idea de
“progreso” (típica de la izquierda dogmática), del etapismo y el evolucionismo,
por el optimismo revolucionario.
·
La idea de experimentación,
una idea absolutamente consustancial a la de apuesta, que le ha servido y le
sirve, al decir de Pierre Rosanvallón, para “superar de forma concreta la
alternativa reforma o revolución” y “para pensar la transformación social como
un proceso en el que se articulan las contradicciones propias del sistema y los
acontecimientos productores de cambio”. La experimentación, según Rosanvallón
“permite una dialéctica fructífera entre la acción colectiva consciente y el
desarrollo de las contradicciones de la sociedad. Resuelve el dilema de la
integración reformista para hoy o la ruptura revolucionaria para mañana”[2].
Partiendo de la estrategia de la experimentación, la izquierda independiente
dio los primeros pasos, no sólo para superar las limitaciones de la izquierda
dogmática, sino para exceder los confines de la micro-política y del socialismo
en un sólo barrio.
·
La idea de la autonomía,
la reivindicación de los vínculos comunitarios y de toda praxis tendiente a
conservarlos o construirlos. La autonomía en sus múltiples sentidos[3]:
como “forma de hacer política” heterárquica, horizontal, basada en el
cuestionamiento radical de toda forma de poder y dominación y en el
protagonismo popular, como el poder de la clase
para sí, y, también, como el despliegue de una “ciudadanía autónoma”
llamada a desbordar constantemente los contornos de la democracia formal,
opuesta a la “ciudadanía heterónoma” siempre funcional al clientelismo, al
corporativismo y a la pasividad y la alienación de las clases subalternas y
oprimidas. También como ruptura con los valores de las clases dominantes
(autonomía ideológica). La autonomía como “diversidad, potencia y posibilidad”,
como praxis que asume las luchas y reivindicaciones de un sujeto
plebeyo-popular extenso y variado y sus prácticas descolonizadoras, y que
reconoce la capacidad autogestiva de los y las de abajo, del trabajo frente al
capital, (autogestión). La autonomía como “prefiguración”, es decir como opción
estratégica por las construcciones, las luchas, las relaciones sociales y el
pensamiento que anticipan en el presente la sociedad futura. Finalmente, la
autonomía como “horizonte emancipatorio”, como un fin (y un medio al mismo tiempo).
Apuesta, experimentación, y autonomía,
constituyen tres ideas-fuerza de la izquierda independiente. Ideas-fuerza en
las que se fundan sus esbozos sobre el cambio social, el poder popular (como
dinámica que cuestiona la legitimidad del poder constituido), la transición a
un sistema poscapitalista y la nación popular democrática[4].
La izquierda independiente, la nueva-nueva izquierda, se descubrió a sí misma
–mezclada con la tierra de los barrios, principalmente en las periferias
urbanas– al aceptar estas ideas-fuerza. Ellas funcionaron como claves
orientadoras en la tarea de reconstruir la autoestima individual y colectiva.
Ellas inyectaron altas dosis de mística y fervor militante. Ellas le impusieron
una prospectiva singular que la diferenció y la diferencia de la izquierda
dogmática y del progresismo reformista. Aceptación que no estuvo exenta de
renunciamientos. En efecto, el activismo con más experiencia e historia
militante (larga o corta), debió dejar de lado algunos prejuicios, abandonar
algunas ideas particulares.
Sus históricas inclinaciones
a favor de la politización de los modos de vida y de las diferencias culturales
y sociales, a favor de la construcción de ámbitos de “eticidad inmediata”, sin
las mediaciones típicas de la modernidad, el liberalismo, etcétera, sin las
mediaciones de estructuras históricamente frustradas (como, por ejemplo, el
partido político en su formato “clásico”).
Sus tendencias a disputar el
mando del Estado a partir de la creación de espacios autogobernados y de
acciones constituyentes protagonizadas por las clases subalternas y oprimidas.
Estas tendencias, muchas veces espontáneas, fueron y son la expresión de un
sentir genuinamente popular decodificado por aquellas franjas del activismo de
base más predispuestas a una apertura a la comunidad. Creemos que estas
tendencias responden al orden del “movimiento real”, por lo tanto no fueron, no
son, una imposición de activistas hiperideologizados o de elites con ansias
administrativas. No deben confundirse con síntesis intelectuales y extrínsecas[5].
Se trata de certezas “desde abajo”, de códigos plebeyos basados en el
reconocimiento de las capacidades resistentes y autogestionarias del pueblo.
Su concepción de la política
como un “realismo democrático”, es decir, su praxis orientada a la creación
permanente de instancias concretas de poder popular y de condiciones para el
desarrollo del poder popular (y de “redes de poder popular”).
Su rechazo a las visiones
verticales e iluministas de la política y a toda forma de “socialismo desde
arriba”. Su refutación del prejuicio que establece que el pueblo sólo podrá ser
favorecido por la “virtud” de alguna elite o vanguardia experta en dirigir y
gobernar.
No se trata de recuperar la
pureza emancipatoria perdida, sino de buscar certezas emancipatorias nuevas (y
seguramente transitorias). No sirve aquí reconvocar, al modo de la izquierda
dogmática, ninguna “fuerza intrínseca”. No caben los esencialismos y las
vocaciones totalizantes. Se trata de agitar la dialéctica con nuevos términos
para que no se muera de frío en un rincón oscuro. Se trata de no abjurar de los
anchurosos cauces abiertos y de los horizontes nuevos vislumbrados. Pero para
eso la izquierda independiente (la nueva-nueva izquierda, la izquierda por
venir o como prefiera llamársela) deberá persistir en sus costados más
auténticos para no mellar su filo revolucionario, para no iniciar un devenir
que la desnaturalice y la desfigura hasta hacerla irreconocible, deberá
persistir en los costados exactos que la distinguen del nacional-populismo y
del posmarxismo que saben asumir horizontes antiimperialistas y socialistas al
tiempo que mantienen una relación ambigua respecto del imperialismo (sobre todo
respecto de los formatos neo-coloniales de la dominación) y el sistema
capitalista.
El experimento electoral (más
concretamente: el fetichismo electoralista), puede hacer que la izquierda
independiente quede reducida a una alternativa más en el abanico de las nuevas
gobernabilidades. Eventualidad que, seguramente, terminará consolidando
reformismos y progresismos prosistémicos, que no modificarán sustancialmente
las relaciones de fuerza en la sociedad y que consolidarán el capitalismo; o
terminará favoreciendo un retorno al dogmatismo de la vieja izquierda. Una
izquierda, está última, tan rígidamente estructurada, tan “organizativa”, tan
ejecutiva, que no crea ni piensa nada nuevo, porque vive –sin atisbo de
incertidumbre y angustia– en la convicción de que ya está todo descubierto,
pensado y tipificado en materia emancipatoria.
Esta convicción, esta
ausencia de discernimiento rayana en la perversión, la inhiben para una sincera
apertura a las clases subalternas y oprimidas.
Ya existen diversas
izquierdas institucionales, electoralistas, más o menos testimoniales, todas
ellas domesticadas de una u otra manera. Izquierdas –incluyendo las que habitan
el ancho y variable mundo del “progresismo”– para las cuales lo electoral se
convierte en el eje de su actividad a partir de una fuga de las tareas
prácticas y teóricas que este tiempo les exige. Esta “fuga de la praxis”, este
distanciamiento de la función crítico-revolucionaria, se explica por su
incapacidad política, social, cultural y afectiva para encarar esas tareas, por
la seducción que ejercen los formatos espectaculares y mediáticos y/o
“racionales” y tecnocráticos, por las limitaciones teóricas que le impiden
superar los estadios más básicos de la conciencia burguesa, por la comodidad
militante que ofrecen tanto el dogmatismo como los terrenos apologéticos de lo
“existente”, lo “usual” y lo “políticamente correcto”. Lo electoral, cuando es
el corolario de la fuga de la praxis se parece demasiado al intento de
convertir la impotencia en virtud.
Pero el experimento, bien llevado,
sin falsas expectativas, con la conciencia histórica y con la energía
revolucionaria que pugna por actuar en todos los frentes, también puede
contribuir a la masificación de la izquierda independiente, a consolidar su
constitución como nueva-nueva izquierda, como espacio crítico y transformador,
fundamentalmente puede contribuir a alejarla de la tentación del ghetto y a
consolidarla como alternativa real de poder, puede ayudar a aumentar su
visibilidad.
Salvando el caso de las
agrupaciones universitarias, sometidas a una gimnasia electoral año tras año y
sin ahorro de formalismos y de folklore, la izquierda independiente no ha
desarrollado experiencias en este campo. Pero es evidente que un municipio, una
provincia, o el mismísimo plano nacional, distan de ser un centro de
estudiantes o una federación universitaria. No hace falta recordar que el poder
decisorio que circula por estos espacios es escaso, marginal y terriblemente
acotado. Por otro lado, en líneas generales, la política universitaria, reproduce
en buena medida las lógicas más características de la democracia
representativa/delegativa[6].
Posiblemente no sea la política universitaria la mejor escuela para realizar
aprendizajes sustantivos en función de lo radicalmente nuevo y lo disruptivo en
materia institucional. Este señalamiento va más allá de los aportes que la
izquierda independiente realizó a distintos espacios de la sociedad civil
popular desde los espacios institucionales (estudiantiles, universitarios) que
condujo y conduce.
¿Cómo plantear una disputa
electoral sin ser fagocitados por las lógicas del sistema, sin identificarse
con las estructuras del poder, conservando los perfiles plebeyos y utópicos,
conservando la cualidad que ha diferenciado a la militancia de la izquierda
independiente?
¿Cómo plantear una disputa
electoral que siga pensando y practicando la política como “gran política”
–como política emancipatoria, como praxis crítica-social revolucionaria– y no
como “pequeña política” –como gestión del ciclo o como administración
relativamente progresista de lo establecido–?
¿Cómo garantizar formatos de
“representación institucional” cuya función sea aportar recursos para la
auto-organización, la auto-educación y el auto-gobierno de los y las de abajo,
insertando la conciencia en la vida cotidiana y (viceversa) y no sustituyendo a
las organizaciones populares?
¿Cómo garantizar lenguajes y
estéticas que se diferencien de los lenguajes tibios y monocordes, de las
estéticas populistas, reformistas, liberales y tecnocráticas y eficientistas,
en fin, de todas las retóricas frívolas y las figuras del poder dominante?
¿Cómo ser festivos, místicos,
iconoclastas y creativos en este campo?
¿Cómo eludir la
espectacularidad, la burocratización, el pragmatismo desprovisto de ética y las
seguridades permitidas por lo obvio?
¿Cómo eludir el aislamiento
de los hechos particulares, la estrategia que los desarticula de los contextos
más generales de carácter histórico o estructural?
¿Cómo combatir –desde un
ámbito por naturaleza encubridor– todas las mistificaciones que muestran a la
política como una actividad de elites, de expertos, etc., mistificaciones que
no tienen otro fin que el de hacer invisible el mando burgués?
¿Cómo nutrir la pasión
militante sin caer en alienaciones de secta blindada o en el culto a los
fetiches del liberalismo?
Sobre todo: ¿Como no malograr
en una campaña electoral o desde una función pública-legislativa unas
experiencias caracterizadas por su capacidad de invención social, política y
cultural y por señalar nuevos trayectos anticapitalistas?
Posiblemente las preguntas
más abarcativas deberían ser las siguientes: ¿cómo resignificar la idea de
representación? ¿Cómo redefinir la democracia y cómo reapropiarnos de una “gran
política” desde abajo? ¿Qué papel puede jugar la democracia formal y delegativa
en el marco de esta tarea?
Como contribución a un debate
que recién da sus primeros pasos, van estas tesis casi desesperadas, muy
urgentes, muy generales y poco masticadas, a guisa de preámbulo para un debate
más extenso y profundo. Recurrimos a un discurso normativo (del orden del
“deber ser”) y al género de las tesis (que presentamos un tanto simplificadas).
También exageramos un poco, con el sólo fin de alentar la discusión y el
intercambio.
I
La concepción de la
transición hacia un sistema poscapitalista, usualmente definido como
socialista, que en forma espontánea, despareja e intermitente, ha venido
elaborando la izquierda independiente, parte de considerar la posibilidad de
que el proceso revolucionario surja de las entrañas mismas de la sociedad
capitalista.
Según Karl Marx y Friedich
Engels, la transición al socialismo es el proceso que va entre la conquista del
poder y la pérdida del carácter político de ese poder. En general, el marxismo
ha tendido a pensar la transición centrándose en el pasaje de un sistema social
a otro, a partir del estallido de la contradicción entre las fuerzas
productivas y las relaciones de producción. La necesidad histórica del pasaje
de un sistema a otro se concibe como “objetiva”. Pero… ¿el tránsito del
capitalismo al socialismo, responde exclusivamente a una racionalidad objetiva?
¿No depende acaso del deseo, la voluntad y los intereses de los seres humanos?
La izquierda independiente supo destacar la importancia de la praxis, de los
proyectos, de los sueños y convocó a pensar la transición como un proceso
histórico intencional consciente.
La izquierda independiente ha
planteado la posibilidad de poner en marcha embriones de sociedad alternativa
en un contexto de subsistencia del sistema capitalista. Esto es, no cree
posible pensar-realizar ese cambio desde lugares externos e ideales. De ahí la
importancia que le asigna a las luchas prefigurativas. Así, las
transformaciones que van de los aspectos materiales a los super-estructurales
deben anteceder a la revolución política, son su condición. La transición al
socialismo comienza hoy.
Para la izquierda
independiente, estas certezas no niegan en absoluto la posibilidad de que un
“gobierno popular” favorezca el proceso de transformaciones. Todo lo contrario.
Pero está claro que ese gobierno no puede ser el agente exclusivo del proceso
revolucionario, sino un actor más, incluso un actor secundario.
La transición al socialismo
aparece entonces para la izquierda independiente como un largo proceso que no
puede comenzar con la “toma” o “conquista” del poder del Estado en la sociedad
capitalista. La “toma” o “conquista” del poder del Estado debe ser concebida
como un episodio relativamente tardío en este largo itinerario. Un episodio que
requiere como precondición indispensable el desarrollo de valores, praxis,
relaciones e instituciones característicos de la nueva sociedad en los marcos
de la vieja. Esto es, es necesario desarrollar focos autogestionarios, núcleos
de democracia de base, en fin, espacios prefigurativos, para estar en
condiciones de asumir la dirección del Estado con fines revolucionarios. Al
mismo tiempo la “toma” o “conquista” del poder no cierra la transición, en todo
caso cambia las condiciones del desarrollo de las luchas por el socialismo.
La transición al socialismo
exige asumir la realidad como punto de partida. Esto es, cambiarla desde su
interior dialéctico y contradictorio y no desde un lugar exterior ideal,
identificando en las contradicciones aquellos polos que pueden oficiar como
materia de arraigo de un proyecto socialista, o como base de apoyo en la lucha
contra toda forma de opresión.
Pero el problema de la
transición al socialismo no se agota en el desarrollo de instancias
prefigurativas y contra-hegemónicas. Estas instancias no tienen ninguna
posibilidad de desarrollarse y expandirse, y, principalmente, anulan sus potencialidades
contra-hegemónicas, sino asumen subjetividades orientadas a las
transformaciones globales, sino inscriben su praxis en el marco de un proyecto
transformador global. Para expresarlo en una sentencia breve, digamos: las
instancias prefigurativas sólo podrán desarrollar toda su potencialidad si se
comprometen enfáticamente con la lucha política.
El intelectual italiano Lelio
Basso proponía la noción de “participación antagonista”[7],
que remite a una forma peculiar de participación de las clases subalternas y
oprimidas en el Estado burgués. Esto es, participar en el Estado con el fin de
que esa participación sirva para modificar las relaciones de fuerza en favor de
las clases subalternas, es decir, transfigurar algunas porciones del Estado en
instancias antagónicas respecto de la lógica del capital. Para Basso, inspirado
en Antonio Gramsci, los antagonismos de la sociedad burguesa se expresan
también en el Estado. El Estado, por lo tanto, no es un bloque compacto y es
posible una participación que no sea asimilable, ni neutralizable por el poder
burgués.
Creemos que una pregunta
fundamental para la izquierda independiente es la que sigue: ¿qué puede hacerse
desde el Estado en función de un horizonte emancipador?
II
En el marco del horizonte
contra-hegemónico[8] de un proyecto de transformación
radical de la sociedad, una referencia político-electoral sólo sirve, sólo
aporta, si contribuye a consolidar y desarrollar las organizaciones y
movimientos populares de base: sean territoriales, sociales, sindicales,
culturales, etcétera. Una referencia político-electoral tiene sentido (para una
fuerza emancipadora) si sirve a lo social, más aún, si se subordina, si
contribuye a los procesos de auto-organización, auto-educación y auto-gobierno
de las clases subalternas y oprimidas, si homogeniza los grados desiguales de
la conciencia plebeya.
Ocurre que las praxis
tendientes a cambiar la relación de fuerzas en la sociedad y las praxis
tendientes a crear lazo social alternativo al del capital, no son planos
dicotómicos, son dos momentos de la misma estrategia de construcción de poder
popular. Al crear lazo social alternativo al del capital se modifican las
relaciones de fuerza. Pero también hay que asumir acciones políticas tendientes
a modificar las relaciones de fuerza para conservar y expandir los espacios en
los que se crea y recrea lazo social alternativo al del capital. Ciertamente,
las micro-políticas, no toman en cuenta la importancia de los marcos
institucionales para modificar la distribución del poder a favor de las clases
subalternas y oprimidas.
Pero si la referencia
político-electoral termina hipostasiada, o sea, si se convierte en un fin en si
misma, puede convertir al proyecto emancipador en una figura retórica y
adocenada. Marx decía que la política constituye una manifestación derivada y
dependiente, no es un nivel autosuficiente, no se explica a sí misma, no tiene
un fin en sí misma, se trata de un conjunto de mecanismos y acciones,
aparentemente autónomos (sólo aparentemente), orientados a realizar objetivos
que siempre son extra-políticos. Va de suyo que siempre se impone la
consideración de otros niveles de la realidad social más determinantes, más
significativos. Como vimos, Marx no desdeñaba la lucha política, pero esta
lucha tenía como fin develar lo subyacente (intereses de clase, conflictos) y
avanzar en la realización de objetivos que no son específicamente políticos[9].
Karl Korsch sostenía que
Marx pasaba prácticamente de la
revolución jacobina burguesa, que pretende resolver las cuestiones sociales y
satisfacer las necesidades de las clase trabajadora sub specie rei publicae
[itálicas en el original] a la acción autónoma del proletariado moderno,
resuelto a buscar las raíces particulares de su opresión y el camino preciso de
su liberación en el terreno de la economía política, tratando todas las demás
formas de acción social, incluida la política, sólo como medios subordinados de
su acción económica [itálicas nuestras][10].
El poder popular es
básicamente un poder “directamente” social, aunque requiera del poder político.
De ahí la contradicción profunda entre toda forma de fetichismo de la
organización y las políticas orientadas a la transformación radical de la
sociedad.
III
Aunque los fervores
electorales de una parte de la izquierda independiente se corresponden a la
actual coyuntura, la referencia política electoral debe ser pensada en el marco
de un horizonte de tiempo largo, en el marco de una tendencia global. En el
tiempo largo lo que se percibe es que, desde fines de la década del 90 (aunque
se puede partir de más lejos), en Argentina y en Nuestra América, en forma
desigual y discontinua, se vienen deteriorando los formatos de representación
tradicionales, al tiempo que las clases subalternas y oprimidas reclaman formas
de participación directa y un nuevo protagonismo social.
¿A qué se debe este deterioro
de los formatos de representación tradicionales, esta deslegitimación del
consenso liberal? Hay muchos factores, haremos referencia a uno muy general: la
aceleración de los procesos históricos y los cambios en los paradigmas
productivos y los patrones tecnológicos impuestos por las grandes corporaciones
superan las posibilidades de la política como gestión del ciclo o como
administración, tornan insuficientes los instrumentos de un Estado regulador en
los marcos capitalistas.
Esta aceleración, estos
cambios, vienen generando importantes dislocamientos en las estructuras
económicas, sociales y culturales, sobre todo en las sociedades periféricas.
Cada vez resulta más evidente la falta de correspondencia entre las demandas
crecientes de la sociedad civil popular y la capacidad de las instituciones para
satisfacerlas. A lo sumo, las gestiones precapitalistas y moderadamente
progresistas podrán limar algunas de las aristas más aberrantes del proceso
histórico, pero no podrán evitar que este continúe avanzando y arrasando. No,
sin confrontar duramente con las grandes corporaciones locales y
trasnacionales. No, sin la participación y la movilización (el protagonismo)
del conjunto de pueblo. No, sin una “gran política”.
Un ejemplo entre miles
posibles: las inundaciones que afectaron a la ciudad capital de Argentina
(Ciudad Autónoma de Buenos Aires) y a la ciudad capital de la provincia de
Buenos Aires (La Plata), en abril de 2013, mostraron a los políticos
tradicionales –a los de derecha, a los “progresistas” y a los dizque “nacional-
populares”–, igual de sobrepasados por los acontecimientos. Absolutamente todos
y todas trataron de mostrar la imposibilidad de controlar a las fuerza de la
naturaleza cuando en realidad dejaron en claro que hace cuatro décadas que no
se puede controlar a la fuerza del capital que ha convertido a los centros
urbanos y a sus periferias en sitios en los que es imposible vivir con dignidad
y en los que se ha cercenado el derecho a la ciudad.
En Argentina, el kirchnerismo
revivió los tradicionales fetiches de la democracia liberal (y la ideología que
le sirve de sostén), restituyó la confianza en las doctrinas y prácticas del
“retorno al Estado” y la confianza en un “Estado inclusivo”, retrasando, de
alguna manera, los procesos de deterioro de esas formas representativas y
delegativas, pero sin llegar a revertir esos procesos. Algo similar viene
ocurriendo en varios países de la región. Pero se trata de respuestas que, en
el mejor de los casos, retrasan la desintegración. Lo más extendido es la
estrategia que consiste en disfrazar esa desintegración, recubriéndola con
retóricas plebeyas.
Reivindicar hoy los formatos
más tradicionales de la representación política y la delegación como ejes
centrales de la acumulación política popular es un contrasentido histórico, un
gesto de desconexión respecto de los procesos históricos más densos y
significativos y de larga duración, caracterizados por un lento pero
indeclinable derrumbe de la política tradicional. Es una actitud, en el fondo,
conservadora; inhábil para discernir los “signos de los tiempos”. Y puede
afectar el trabajo de los sectores de la izquierda independiente con inserción
social (una inserción real, sólida y vital, estratégica y profundamente
enraizada, ni accesoria, ni “decorativa”), desalentando al activismo y a las
bases. Puede confundir a los compañeros y las compañeras cuya praxis y cuya
axiología giran alrededor de una política que adquiere sentido sólo cuando
sirve a lo social, sólo cuando tiende a ser reabsorbida por lo social.
Sobredimensionar esos
formatos implica distanciarse de las praxis que hicieron posible el surgimiento
de una nueva subjetividad plebeya (de una enorme potencialidad revolucionaria)
hacia fines de la década del 90 y principios del 2000. Implica también la
transmisión de valores que no se corresponden con el horizonte de la
emancipación.
La identidad fundacional de
la izquierda independiente se conformó a partir de los “núcleos de buen
sentido” o de los “momentos de verdad” de las clases subalternas. Núcleos y
momentos que se caracterizaron por una tendencia a redefinir radicalmente la
democracia, por su rechazo a las formas representativas-delegativas, por su
rechazo a la figura del militante social y/o político como un “solucionador” de
problemas, etc.
La identidad de la izquierda
independiente, su lenguaje, su horizonte político, se conformó con los
elementos críticos y emancipatorios de la cultura popular y las identidades
subalternas que pugnaban por el protagonismo social y político “directo” de los
y las de abajo. Una identidad muy alejada cualquier noción institucionalista o
mercantil de la política, distante de toda relación en términos de imput-output (demanda-respuesta) entre las
instituciones políticas y la sociedad.
Exagerar las posibilidades de
las instituciones burguesas, focalizar las energías militantes en las disputas
electorales, implica asumir un terreno de disputa que es en esencia
intra-sistémico y relegar las praxis orientadas al desarrollo de la
auto-organización, la auto-educación y el auto-gobierno de las clases
subalternas y oprimidas, la praxis medular de la izquierda independiente. En
este sentido, la izquierda independiente deberá precaverse de los
procedimientos a-históricos.
IV
La experiencia de la
Revolución Bolivariana de Venezuela, con la que la izquierda independiente ha
establecido diálogos fructíferos, no debería ser decodificada como un caso de
revitalización de las clásicas mediaciones entre la sociedad civil y el Estado
y de los formatos políticos liberales representativos/delegativos. La
Revolución Bolivariana se inscribe en otra tradición. Su naturaleza es otra.
Exhibe continuidades con las culturas y tradiciones políticas populares que, en
Nuestra América, propusieron una relación directa líder-masas, y en donde las
mediaciones e instituciones típicas de la democracia liberal ocuparon un rol
secundario. En el caso de la Revolución Bolivariana, cabe destacar un elemento
de ruptura respecto de esas culturas y tradiciones políticas populares de
Nuestra América, concretamente: un liderazgo (el del comandante Hugo Chávez)
que –sin dejar de reeditar algunas taras típicas del caudillismo y las formas
más anquilosadas del liderazgo– supo alimentar la autoorganización y las formas
de participación directa de las organizaciones de la sociedad civil popular. La
vitalidad de la Revolución Bolivariana radicó y radica en esos espacios
antiespectaculares (y, por consiguiente, auténticos), donde lo social reabsorbe
lo político, y no en sus instancias específicamente institucionales. Por
cierto, estas últimas instancias son las que más distorsiones han generado y
generan en el proceso revolucionario bolivariano y dejan mucho que desear como
“correas de transmisión”. Por lo general se trata de formas de mando que suelen
expresarse en prácticas prebendales y en la acentuación del verticalismo.
La izquierda independiente no
debe confundir formas de mando con liderazgos, no debe ceder a la tentación del
atajo fácil de las primeras ante las dificultades de gestar y multiplicar los
segundos.
V
Una referencia político
electoral afín al proyecto de la izquierda independiente, al asumir la
participación en las instituciones de la democracia liberal-burguesa deberá, al
mismo tiempo, favorecer las formas de democracia alternativas, las formas de
democracia popular, el protagonismo directo del pueblo, que son las formas
propias vinculadas a la construcción de poder popular. Si coloca un pie en el
Estado, para ponerlo en tensión (más allá de las transacciones necesarias) para
resignificar la representatividad, jamás deberá levantar el pie de las construcciones
prefigurativas, para protegerlas y para alentarlas permanentemente. Se trata de
no reducir las instituciones a lo instituido. Así, la izquierda independiente
podrá cuestionar y trascender dialécticamente a esas instituciones, podrá crear
otra institucionalidad afín a la clase que vive de su trabajo. Podrá cabalgar
con solvencia la paradoja de crear embriones de nueva institucionalidad desde
una estructura de mando estatal.
Por ejemplo: al proponer –en
la tradición de la Comuna de París de 1871– la revocabilidad de todos los
cargos en todo momento, la rendición de cuentas, los mandatos imperativos, el
sueldo igual a un sueldo mínimo de un empleado de Estado; al promover
abiertamente el protagonismo directo de las bases y la articulación con espacios
asamblearios (sobre todo esto último), las representaciones
político-electorales de izquierda independiente pondrán en tensión todo el
andamiaje de la democracia formal y delegativa. Además, se establecerá “una
barrera eficaz al arrivismo y a la caza de cargos” como planteaba Engels
respecto de la Comuna de París[11].
Ezequiel Adamovsky planteaba
que
El problema de la representación
no es que haya representantes, sino que estos se conviertan en un grupo
especial permanente, que se distinga y se separe del colectivo. Una institución
de nuevo tipo debe incluir acuerdos previos acerca de quienes desempeñarán
funciones de voceros, delegados o representantes en diversos ámbitos o
situaciones, y a partir de qué mecanismos democráticos y transparentes serán
designados. Pero también deben existir reglas claras que limiten las
posibilidades de que los favorecidos en un momento se transformen en
‘dirigentes profesionales’, fijos, con una capacidad de afectar las decisiones
del conjunto mayor que la de los demás[12]. [Itálicas en el original]
Una referencia
político-electoral de la izquierda independiente no puede dejar de reivindicar
a las organizaciones populares y a los movimientos sociales, como ámbitos
privilegiados para la toma de decisiones (sobre todo las estratégicas). Claro
está: deberá elegir como representantes a elementos confiables. Compañeros y
compañeras de las organizaciones populares y los movimientos sociales,
militantes referenciados-as en los conflictos, en las luchas, capaces de
comunicar masivamente el sentido y los horizontes de esos conflictos y esas
luchas. Líderes serenos. Y no expertos-as en el arte de administrar,
publicitar, vender.
VI
Una referencia
político-electoral de la izquierda independiente, no debería recurrir al
lenguaje como fuga hacia el “signo” y al “texto”, no debería reclamar el
derecho a la participación en el “espectáculo de la política”. El espectáculo y
la revolución pertenecen a órdenes diversos y antagónicos. Si se asume el
objetivo de ingresar en el espectáculo político, si la política espera que su
verdad le sea dictada por el espectáculo, probablemente se termine repudiando
lo concreto y negando los conflictos sustanciales y la lucha de clases. El
espectáculo es del orden de la gestión. La política reducida a la gestión no
está en condiciones de dar cuenta de los antagonismos sociales de fondo de
nuestro tiempo y mucho menos de sostener una promesa de emancipación.
Una referencia
político-electoral de la izquierda independiente debe hablar un lenguaje
similar (es decir: afín) al del espacio que pretende expresar. Debe encontrar
una estética original, propia. No debería reproducir el tono, la estética
bizarra, y el desgastado discurso promedio del mercado electoral y los
“políticos profesionales”: tibio nacionalismo aburguesado, liberalismo,
moderación, keynesianismo; todo sazonado con una dosis de paternalismo (o
maternalismo), ya sea ilustrado o violento. Este discurso promedio siempre
genera suspicacias e incredulidad en la militancia popular. Nadie lo toma en
serio.
Georg Christoph Lichtemberg,
decía que el lenguaje es filosofía condensada. Un proyecto emancipador no puede
manipular el lenguaje, no puede apelar a las “tácticas de enmascaramiento”. Eso
sería traicionar su “filosofía”. La izquierda independiente tiene que gestar un
lenguaje político que esté a la altura de la poética de sus mejores acciones.
Vale recordar que la poiesis es básicamente un hacer creativo. Como
decía Rosanvallón: “en política siempre necesitamos palabras que recojan la
cosecha de nuestros deseos para constituir el plan de nuestros sueños”[13].
Sin dudas, esta referencia
político-electoral debe recurrir a los lenguajes claros y masivos, desprendidos
de apelaciones “doctrinarias”, pero eso no debe confundirse con la
desideologización, la despolitización o la despoetización del discurso. No hay
que olvidar que, en el marco de una estrategia contra-hegemónica, se trata de
utilizar el espacio político-electoral con el fin de generar (también desde esa
trinchera) una nueva visión crítica de la realidad y universos de sentido
nuevos.
Es un grave error, un acto de
ingenuidad, o de oportunismo de la peor catadura, sostener que la participación
en instancias electorales exige disfrazarse de intra-sistémicos y de
trans-clasistas, moviéndose en el universo de sentido estandarizado y
“políticamente correcto” del sistema.
Considerar que la “masividad”
de una propuesta política se logra vaciando los contenidos o atemperándolos,
apelando consignas discretas y a categorías sociales indeterminadas (“la
gente”, el pueblo en sentido abstracto, el “cambio” y otras categorías
desideologizantes, despolitizantes y despoetizantes), convocando en torno a
objetivos muy limitados o partiendo de cierta experticia administrativa,
implica renunciar a cualquier propósito anti-sistémico.
Una referencia
político-electoral, comprometida con un proyecto contra-hegemónico, afín a un
conjunto de espacios anti-sistémicos, debe interpelar a un sujeto plural,
diverso, pero al mismo tiempo de clase: un sujeto plebeyo, subalterno y
oprimido. De lo contrario, no hace más que reproducir la ideología y el poder
dominante.
Jamás habrá que dejar de
reivindicar el pluralismo, entre otras cosas porque la lucha contra-hegemónica
es una lucha nacional-popular que excede las posibilidades de cualquier sujeto
popular específico y acotado. Pero hay que tomar distancia del pluralismo
acrítico y liberaloide que promueve la convivencia pacífica con el poder.
Esto vale también para las
alianzas. Las alianzas “electorales” con sectores de otros espacios políticos
(espacio intrasistémicos, principalmente de centroizquierda o de izquierda
institucionalizada, espacios que no se proponen una lucha contra-hegemónica),
aunque le garanticen mayor presencia pública y mayor visibilidad social,
probablemente terminen desdibujando los perfiles más radicales de la izquierda
independiente.
Al mismo tiempo, una
referencia político-electoral de la izquierda independiente deberá encontrar
una gestualidad propia. Recurriendo a un juego de palabras a lo James Joyce:
unos gestos que gesten (acciones), una gesta de los gestos.
VII
No es necesario que tanto las
organizaciones de base y los movimientos populares como los frentes
socio-políticos que ocasionalmente los puedan nuclear y/o articular, deban
convertirse en fuerza electoral. Es más, creemos que no es conveniente. Estas
organizaciones, movimientos y frentes pueden apelar a referencias electorales
externas sin metamorfosearse en referencia político-electoral, estas
referencias externas pueden ser creadas ad-hoc o se pueden celebrar acuerdos con algunas
referencias ya existentes. Lo óptimo sería que el espacio de la izquierda
independiente cuente con una referencia político-electoral común. Las
condiciones exigibles a estas referencias son obvias: que puedan expresarse en
el espacio público con el lenguaje de las organizaciones, los movimientos y los
frentes socio-políticos, que compartan un plafón identitario general, que
partan de lógicas de construcción similares y/o complementarias, que sean
confiables, respetuosas de los acuerdos políticos, etc.
Esta “distancia de las
representaciones políticas” puede ser una forma de preservar a las
organizaciones, a los movimientos y a los frentes, una modalidad apta para no
afectar sus tareas estratégicas y a largo plazo, para no afectar su “vitalidad
ontológica”. Puede ser necesaria para salvaguardar los ámbitos en los que, en
definitiva, se atesora todo lo que vale para la emancipación.
Al mismo tiempo, la distancia
de las representaciones políticas, puede contrarrestar las tendencias
super-estructurales de las referencias político-electorales, la tendencia a
autonomizarse, a hipostasiarse, a conformar elites especializadas, de técnicos
o expertos.
El riesgo para la izquierda
independiente es idealizar un instrumento marginal invirtiendo los términos,
esto es: hacer de una praxis que por naturaleza debe ser externa, coyuntural,
efímera, una praxis principal. Y convertir en externas a las praxis
estratégicas, asumiendo la mirada del “político”, del “representante”, “del
hombre o la mujer al servicio de la gente”, etcétera.
VIII
La izquierda independiente
vive un tiempo de incertidumbre y de relativa dispersión. Las circunstancias
plantean la necesidad de redefinir algunas líneas de acción y exigen la
ratificación de sus objetivos más característicos. Extremadamente
simplificadas, las disyuntivas serían las siguientes:
O la izquierda independiente
ratifica como su principal objetivo la creación de un movimiento social y
político antisistémico extenso, variopinto y potente, un movimiento que esté en
condiciones de arraigar en el tejido social, de librar batallas significativas,
de avanzar en la construcción de un “bloque histórico”, es decir: el horizonte
de una “gran política” y su praxis correspondiente, o se convierte y se
pervierte en una fuerza más, absorbida por las lógicas de la “pequeña
política”, autosatisfecha en su sectarismo o en su inconsistencia ideológica.
O la izquierda independiente
se centra en la construcción de múltiples liderazgos sociales arraigados y
comprometidos con unas comunidades concretas, o se dedica a construir
“referentes” más o menos mediáticos e inicia una deriva (un declive, una
decadencia) hacia la centroizquierda o hacia el progresismo.
O la izquierda independiente
asume la política ex parte
populi, es decir: desde el pueblo, “desde abajo”, proponiendo una
democracia radical “donde gobernantes y gobernados se identifican por los menos
idealmente en una sola persona y el gobierno se resuelve en el autogobierno”[14],
o asume la política ex parte
principis, es decir, desde el Estado, desde el punto de vista de una elite
política que reclama su “derecho” a gobernar o que se cree “destinada” a
gobernar, por mandato de clase, casta o mérito individual.
La perspectiva es
determinante, cada posición plantea visiones antagónicas de la política, por
ejemplo: a) cambio social o conservación social; b) sistemas de antagonismos (conflictualistas)
o sistemas de cohesión (integralistas); c) el horizonte revolucionario de la
ruptura del orden, un horizonte marxista, mariateguista, guevarista, etcétera,
o el horizonte del orden, un horizonte funcionalista[15],
conservador y/o liberal; d) o se asume a la sociedad civil (en
sentido gramsciano) como ámbito privilegiado de las praxis emancipatorias, y de
la construcción la legitimidad del poder popular, o se privilegia el ámbito del
“poder político en sentido estricto” y del Estado, en los procesos de
legitimación del poder. Vale insistir en que la opción estratégica por la
primera esfera (la de la sociedad civil) no niega la importancia de las
disputas y el desarrollo de procesos de legitimación en la segunda esfera (la
del poder político en sentido estricto).
O la izquierda independiente
persiste en la tarea de construir, cada día, un mundo nuevo, una sociedad anti
y poscapitalista, eligiendo cuidadosamente los materiales adecuados, o se suma
a la administración de una decadencia.
Claro, existe un camino
alternativo a esta polaridad. Es el camino de la izquierda tradicional y que
consiste en refugiarse en el dogmatismo y en el sectarismo (el sectarismo del
“partido de la clase” o el sectarismo de la organización de base, lo mismo da).
IX
La izquierda independiente
deberá asumir que los instrumentos electorales, que las incursiones en los ámbitos
democráticos formales, representativos y delegativos son, y serán cada vez más,
expresiones parciales y deficientes de la voluntad popular.
Sin sobredimensionar sus
capacidades de intervención práctica en el proceso histórico, sin adjudicarle
funciones constituyentes directas a favor de las clases subalternas y
oprimidas, esos instrumentos, aunque algo caducos en perspectiva histórica,
podrán aportar a los procesos de auto-organización, auto-educación y
autogobierno popular.
Al proponerse incursionar en
el terreno electoral, la izquierda independiente deberá asumir la compleja
tarea de deslegitimar al poder político en tanto expresión deformada del poder
social.
Deberá criticar los criterios
cuantitativos y abstractos sobre los que se funda el poder político.
Deberá persistir en la pasión
política como pasión por lo real (y no por lo aparente) y deberá rechazar la
política concebida y practicada como espectáculo.
Deberá desburocratizar y
restituir las funciones políticas a la sociedad, en particular a las clases
subalternas y oprimidas.
Deberá cuestionar (y superar)
las demandas y las formas tradicionales de la organización partidaria. Deberá
evitar caer en el “tacticismo”.
Deberá favorecer la
apropiación de los medios de gobierno y poder por los y las de abajo,
combatiendo el sustitucionismo en todos los planos.
Deberá responder siempre
“revolucionariamente” a situaciones cambiantes pero sin dejar de ser idéntica a
sí misma, esto es, sin abandonar el sólido terreno de su prospectiva. En fin,
deberá asumir su espacio y su tiempo y vivir con practicidad y con coherencia
su utopía y su misión.
Lanús Oeste, marzo/mayo de
2013
Bibliografía general:
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de emancipación al capital y el Estado, México, Sísifo/Bajo Tierra/Jóvenes
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Aguirre Rojas, Carlos
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Las lecciones políticas del neozapatismo mexicano, prohistoria ediciones,
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Bobbio, Norberto, Estado, gobierno y sociedad.
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transición desde otra política, Caracas, Ediciones Nuestramérica Rebelde,
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Korsch, Karl, Karl Marx, s/d, Folio, 2004.
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cielo: un nuevo comienzo, Caracas, Monte Avila, 2010.
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Paoli, Arturo, Dialogo de la liberación,
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Rosanvallón, Pierre, La autogestión, Madrid,
Fundamentos, 1979.
Serge, Víctor, El año I de la Revolución Rusa, Buenos Aires,
Ediciones ryr, 2011.
Una versión preliminar de
este trabajo fue publicada en: www.laHaine.org el 22 de marzo de 2013. Esta versión
fue enviada por el autor a Herramienta el 17 de mayo de 2013.
[1] En relación a esta cuestión, una fuerza
política popular y contra-hegemónica, nunca debería pasar por alto las
implicancias prácticas del planteo clásico de Marx: “…la clase obrera no puede
limitarse simplemente a tomar posesión de la máquina del Estado tal como está y
servirse de ella para sus propios fines”. Marx, Carlos, La guerra civil en Francia,
Barcelona, Ediciones de Cultura Popular, 1968, p. 88.
[2] Rosanvallón, Pierre, La autogestión, Madrid,
Fundamentos, 1979, p. 102.
[3] Véase: AA.VV, Pensar las autonomías. Alternativas
de emancipación al capital y el Estado, México, Sísifo/Bajo Tierra/Jóvenes
en Resistencia Alternativa, 2011, especialmente el trabajo de Máximo Modenosi:
“El concepto de autonomía en el marxismo contemporáneo” (pp. 23-51).
[4] Estas ideas-fuerza remiten a una
concepción de la nación que prioriza las articulaciones con la “comunidad” por
sobre las articulaciones con el Estado. Téngase en cuenta que Marx proponía
organizar “la unidad de la nación” sobre la base del “régimen comunal” y la
destrucción del poder del Estado. Asimismo, Marx consideraba que un auténtico
gobierno “nacional” debía ser la representación de “todos los elementos sanos”,
es decir: del pueblo pobre, del pueblo trabajador en lucha por su emancipación.
De este modo lo nacional (plebeyo, popular) se constituía en punto de partida
del internacionalismo más genuino. Véase: Marx, Carlos, La guerra civil en Francia, op.
cit. pp. 96 y 107.
[5] Creemos que no se puede afirmar lo mismo
de algunas tendencias “politicistas” que se han puesto de manifiesto en el
espacio de la izquierda independiente.
[6] Cabe agregar que en las universidades
públicas predomina una educación orientada al éxito económico individual y al
mando y no una formación orientada a la “disposición de sí mismo”. En las
universidades privadas estas orientaciones son directamente celebradas, al
igual que su condición excluyente. Esta afirmación dista de todo determinismo
clasista. Asimismo reafirmamos la importancia de la universidad pública y sus
posibilidades de generar conocimientos y prácticas que aporten a los procesos
emancipatorios y al buen vivir del pueblo.
[7] Véase: Basso, Lelio: “La partecipazione
antagonistica”, en: Neocapitalismo
y sinistra europea, Bari, Laterza editore, 1969.
[8] Contra-hegemónico quiere decir:
antiimperialista, anticapitalista y antisistémico (crítico de toda relación
jerárquica, opresiva y destructora de la naturaleza: patriarcado, sexismo,
etnocentrismo, productivismo, etc.).
[9] Véase: Marx, Carlos y Engels, Federico, La ideología alemana, Buenos
Aires, Ediciones Pueblos Unidos, 1985. (Principalmente la Introducción
“Feuerbach. Contraposición entre la concepción materialista e idealista”).
Véase también: Marx, Carlos, Miseria
de la Filosofía, Madrid,
Sarpe, 1984; Marx, Carlos, La
guerra civil en Francia, op. cit., y Marx, Carlos,Elementos
fundamentales para la crítica de la economía política (Grundrisse) 1857-1858,Tomos
1 y 2, México, Siglo XXI, 1997.
[10] Korsch, Karl, Karl Marx, s/d, Folio, 2004, p.
71.
[11] Véase: Engels, Federico, “Prólogo” a:
Marx, Carlos, La guerra civil
en Francia, op. cit, p. 28.
[12] Adamovsky, Ezequiel: “Problemas de la
política autónoma: pensando el pasaje de lo social a lo político”, en: AA.VV., Pensar las autonomías. Alternativas
de emancipación al capital y el Estado, México, Sísifo/Bajo Tierra/Jóvenes
en Resistencia Alternativa, 2011, p. 229.
[13] Rosanvallón, Pierre, op. cit, p. 17.
[14] Bobbio, Norberto, Estado, gobierno y sociedad.
Por una teoría general de la política, Buenos Aires, Fondo de Cultura
Económica, 1996, p. 82.
[15] Sin entrar en detalles, planteamos que el
horizonte funcionalista, entre otros elementos, se caracteriza por escindir la
política de lo material (lo económico), lo social, lo cultural, etc. Concibe a
la política como un “subsistema” absolutamente autónomo.
Hacia la
construcción de nuevas herramientas políticas de la izquierda
Casas, Aldo. Nació en Córdoba, en 1944. Es militante del Frente
Popular Darío Santillán (FPDS), e integra el Consejo de redacción de
"Herramienta. Revista de debate y crítica marxista" y aporta al
Portal latinoamericano Darío Vive. Antropólogo, colaboró en el Proyecto Ubacyt
de Estudio sobre Resistencia y Protesta Social y estuvo a cargo del Seminario
"Poder, política y procesos de resistencia: problemas y enfoques en
Antropología Social" (FFyL-UBA, 2008).Participó en diversas cátedras
libres de Buenos Aires, La Plata, Rosario y Mar del Plata. Trabajos suyos han
sido incluidos en libros de reciente publicación, como Pensamiento crítico,
organización y cambio social (2010), Primer Foro Nacional de Educación para el
Cambio Social (2010), Reflexiones sobre poder popular (2007). Es autor de
Drogadicción, salud y política (2002) y del libro Después del estalinismo. Los
Estados burocráticos y la revolución socialista (1995) con el seudónimo Andrés
Romero. Fue compilador de Escritos sobre revolución política, de Nahuel Moreno
(1990) y de los trabajos reunidos en Un siglo de luchas. Historia del
movimiento obrero argentino (1988), y redactor del Programa del MAS (1985).
Comenzó su actividad política en el movimiento estudiantil a principios de los
años sesenta, ingresó en 1965 al Partido Revolucionario de los Trabajadores y
militó sucesivamente en el PRT-La Verdad, el Partido Socialista de los
Trabajadores (PST) y el Movimiento Al Socialismo (MAS). Como periodista y
activista internacionalista, residió en Venezuela, Portugal, España, Francia y
Polonia. Durante más de tres décadas, escribió regularmente para diversas
publicaciones nacionales e internacionales del movimiento trotskysta. En 2002
confluyó, junto con compañeros de diversas tradiciones políticas, en el
colectivo Cimientos y, como parte del mismo, se sumó al FPDS en 2007.
Noviembre quedó marcado por
expresiones de disconformidad y protesta contra el Gobierno que, más allá de
distintos componentes sociales y ambigüedades políticas, revelan un profundo
malestar social. El telón de fondo es una crisis política (ruptura con Moyano y
guerra sucesoria en el peronismo), a la que se suma el impacto de la crisis
económica internacional, la doble asfixia de la deuda externa y del endeudamiento
público y los acumulativos desastres en el área energética, en el sistema de
transporte, en la salud, la educación, etcétera, que se agrava con el
des-gobierno de Provincias y Ciudad autónoma. La Presidenta no se cansa de
hacer declaraciones antipiqueteras, antisindicales y propatronales, estrecha
relaciones con la UIA, los grandes sojeros, la minería a cielo abierto,
Soros... ¡Y encara con Macri un descomunal negociado inmobiliario! Pero hace
todo esto sin dejar de proclamarse adalid de la soberanía nacional contra los
“fondos buitres” y llamando a la guerra contra el Grupo Clarín y el
destartalado bloque derechista que lo acompaña. Destaco esto, porque lo notable
es que el kirchnerismo mantenga la capacidad de presentar la pelea con la
oposición burguesa que se coloca a su derecha, en términos tales que impiden o
dificultan la irrupción de un genuino proyecto popular y anticapitalista. Éste
es el contexto en que nos reunimos para discutir y aportar a la construcción de
nuevas herramientas políticas de izquierda, al que traigo siete puntos. Y
aprovecho para aclarar que lo hago sin mas representatividad que la de ser un
simple militante del Frente Popular Darío Santillán.
I
Contra la épica que inventa
el kirchnerismo, quiero recordar que Nestor y Cristina construyeron su
liderazgo desde la Presidencia, mediante la acumulación y uso discrecional de podermanejando los
fondos públicos y el aparato estatal. Con estos recursos se recluta y
disciplina a la “propia tropa” y también se “descabezó” y/o dividió a las
organizaciones populares. Con poder, dinero y audaciarayana en el
aventurerismo, hicieron y deshicieron las alianzas más inverosímiles y
contradictorias, según conveniencias del momento. En lo ideológico, el núcleo
duro del Kirchnerismo es la reivindicación del “capitalismo serio”, la conciliación de clases y laexaltación del Estado como expresión y garante del “interés
general”, envuelto en un discurso neopopulista en el cual las referencias a “la
generación de los 70” fueron amputadas de toda connotación revolucionaria o
socialista. Hasta aquí, nada original y mucho menos “épico”. Pero el
kirchnerismo sí aportó una novedad y fue política:
advirtió la gravedad de la crisis orgánica del 2001-2002, con un sistema de
partidos hecho trizas y el espacio público ocupado por masas movilizadas y
respondió ofreciendo al bloque dominante otro esquema degobernabilidad que a la opinión pública fue
presentado con fanfarria de “Refundación Nacional”.Nestor Kirchner llegó
a Presidente de la mano de Duhalde y de Lavagna, pero se diferenció de las
fracciones de la burguesía local que eran partidarias de mantener un
neoliberalismo “de choque” al estilo de Chile o Colombia. Hizo política reclamando apoyo para “renegociar”
el pago de la deuda externa con una fuerte quita, asumió postergadas banderas
de la lucha por los derechos humanos y retomó los juicios a los genocidas.
Pactó con la burocracia recuperación salarial a cambio de precarización, hubo
medidas paliativas dirigidas a los sectores más sumergidos y prometió no reprimir
la protesta social. Pero la gran jugada política del kirchnerismo fue
presentarse como portador de un nuevo proyecto “nacional y popular” de país, un
“modelo” orientado al desarrollo del mercado interno, la burguesía nacional y
la “inclusión social” en un contexto de integración continental que permitía
decirle No al ALCA de los yanquis.
II
Sobre el contenido real del
“modelo”, sabemos que es engañoso y auto-contradictorio. Los cambios en el rol
del Estado, el proyecto neodesarrollista y los funcionarios “heterodoxos”
apuntaron siempre a ese quimérico capitalismo normal o serio, a sabiendas de
que lo hacían sobre las bases estructurales y relaciones de fuerza amasadas en
el largo ciclo neoliberal. Y lo “normal” resulta ser que el gran capital
transnacional y financierizado mantiene y profundiza un patrón de valorización
y acumulación basado en bajos salarios relativos, desposesión y depredación de
los bienes comunes, maximización de las exportaciones, primarización
productiva. O sea: agudiza la inserción dependiente del país en el mercado
mundial. Durante una década eso quedó disimulado porque aprovechando una fase
excepcionalmente favorable por los precios de las exportaciones, el gran
capital asentado en el país ganó como nunca, los sectores populares recuperaron
gran parte de lo perdido durante el superajuste que implicó la salida de la
convertibilidad. Y se mantuvo relativamente contenida la conflictividad… hasta
ahora, cuando Cristina intenta pero no logra conjurar la crisis con medidas de
“ajuste”. Parecería que “el modelo” comienza a tropezar con sus propios
límites. Se impone entonces intervenir avanzando un proyecto político integral
con proyección anticapitalista, antipatriarcal y socialista, un proyecto de
cambio con horizonte socialista y propuestas concretas de transición. Pero para
intentarlo, conviene reconocer que el panorama político del país fue
profundamente transformado por el kirchnerismo.
III
La rebelión popular logró que
las expresiones políticas del neoliberalismo y la influencia directa de los
yanquis quedaran jaqueadas tanto en nuestro país como a escala regional, pero
los proyectos neodesarrollistas vinieron a neutralizar y fragmentar buena parte
de la militancia popular, debilitando la perspectiva anticapitalista. Parece
evidente que a las izquierdas (en plural) nos resultó más fácil ubicarnos
políticamente en la lucha contra el neoliberalismo de Menem o De La Rua, que
frente al neodesarrollismo y neopopulismo de los Kirchner. En los 90 era muy
difícil organizar la lucha, pero en cuanto se salía a pelear, los reclamos
reivindicativos más mínimos se convertían en confrontaciones políticas contra
gobiernos manifiestamente entreguistas. Las cosas cambiaron con el kirchnerismo
y esa ofensiva política a la que antes me referí. Frente a un pueblo hastiado
de entreguistas, se presentaron como campeones de la soberanía nacional,
embanderados con lo nacional y sentidas gestas populares. Y el gobierno
encontró un “enemigo” funcional a esa imagen cuando, simétricamente, un sector
de la burguesía y gran parte de la vieja “clase política” se puso en la vereda
de enfrente. Allí (en “la Oposición”) confluyeron los que rechazaban las
retenciones y cualquier medida redistributiva, los que reclamaban represión a
las movilizaciones populares, los partidarios de archivar los juicios, los
enemigos furibundos del “chavismo”, etcétera. En el 2008, la confrontación se
escenificó en “el conflicto con el Campo” y, de allí en adelante, esa
polarización reaparece una y otra vez, con ligeros cambios de personajes en uno
y otro bando, pero siempre en términos que cierran el paso a una propuesta
alternativa de izquierda. De hecho, muchos antiguos izquierdistas (incluyendo
“autonomistas” de pura cepa) se sumaron al gobierno. Otra parte de la vieja
izquierda cree correcto marchar con “la Oposición”. La izquierda dogmática
confunde independencia con aislamiento sectario y se entusiasman discutiendo
entre ellos los respectivos catecismos. Y nosotros mismos, lo que ha dado en
llamarse “izquierda independiente”, tampoco fuimos hasta ahora capaces de
responder adecuada y efectivamente a la encerrona. Pudimos mantener autonomía
política sin caer en una oposición dogmática ni en brazos de la derecha. Pero
no basta con haber mantenido alguna fuerza en el movimiento social, sindical
o estudiantil, porque de lo que se trata es de formular propuestas superadoras
con incidencia masiva. No debemos aferramos a recetas que fueron relativamente
eficaces en el pasado, cuando estamos enfrentando a un adversario que evidenció
una enorme capacidad para capitalizar en su propio beneficio esfuerzos, luchas
y banderas que no puede luego sostener consecuentemente. Debemos batallar por
una superación del modelo neodesarrollista desde la izquierda en vez de
limitarnos a marcar diferencias con tales o cuales políticas de la derecha
patronal tradicional y del gobierno. Para colocarnos en condiciones de
construir y ofrecer una alternativa social y política, deberemos reforzar y
mejorar nuestros respectivos trabajos de base, superar las tendencias al localismo,
el aislamiento y las presiones corporativistas o economicistas. También debemos
combatir la autocomplacencia sectaria que cultiva la diferenciación y disputa
entre los que somos parecidos, en vez de celebrar la cercanía como posibilidad
de articulación y mayor aproximación. Creo que todas nuestras organizaciones
están haciéndolo o tratando de hacerlo. Pero no alcanza: no podremos desafiar y
superar nuestra relativa insignificancia, sin proyectarnos audazmente en el
plano político, disputando no solo en los espacios ganados por nuestras
agrupaciones territoriales, sindicales y estudiantiles, sino interpelando
abiertamente al pueblo y tratando de articular alianzas de la izquierda
independiente que nos permitan tener presencia en lo electoral. Aportar al
crecimiento e influencia masiva de un proyecto popular, anticapitalista, con
vocación de poder debe ser el centro de nuestras preocupaciones.
IV
Como hijos o tributarios de
la rebelión del 2001, con su masivo y justificado rechazo a la vieja política,
tuvimos una relación ambigua con lo político que es tiempo ya de clarificar. Se
trata ahora de asumir, con todas sus consecuencias, que la lucha contra las
injusticias del capital, los malos gobiernos de turno y el Estado, es
necesariamente también una confrontación política que, para
ser efectiva, debe realizarse con medios
políticos y disputando poder. El orden del capital es indisociable
del Estado como estructura política de mando, que asegura su reproducción y
evita que las contradicciones y antagonismos lo hagan estallar. Pero el Estado
no es una cosa ni se reduce a un aparto de Gobierno. No es un artefacto externo
a la sociedad. El Estado es una forma de relación social o, mejor dicho, un proceso relacional, dinámico, que se teje en interacciones recíprocas de los seres humanos, que se realiza
en el conflicto y en cuya configuración participan también las clases
subalternas. Una forma anclada, por un lado, en la política entendida como actividad que relaciona
a los hombres en tanto copartícipes de la vida pública. Una forma contenida,
asimismo, en la dialéctica de la dominación hegemónica, que supone al mismo
tiempo un proceso de negación y de reconocimiento del dominado. Todo Estado se
pretende soberano y casi omnipotente, pero es en realidad un proceso inestable.
En su existencia y modo de manifestación, la forma-Estado expresa el permanente
intento de unificar la sociedad, detener el conflicto, institucionalizar y
domesticar la política, pero la estatización de la vida social está siempre
atravesada por el conflicto y desafiada por la política autónoma de las clases
subalternas, aunque ésta sea fragmentaria e intermitente.
V
Habiendo bajado del pedestal
“metafísico” en que suele colocarse al Estado, podemos intentar una
redefinición radical de lo político.
Digamos en primer lugar que es un concepto que desborda lo estatal. La política
está relacionada con esa cualidad humana que es la capacidad de actuar para
construir las normas que regulan la convivencia. Así como hay actividades
orientadas a la reproducción material de la vida y la satisfacción de
necesidades, la política es el ámbito de la confrontación activa en el que se
decide cómo organizamos –y no sólo “ellos”, la clase dominante, sino también nosotros- la vida
colectiva. Podemos dejar de lado la falsa opción entre “politicismo
estatalista” y “antipolítico”, para pensar y proyectar la confrontación en
términos de otra política. Porque, me permito repetirlo, la
lucha contra el capital es también una confrontación
con otras políticas que, para
ser efectiva, debe realizarse con medios
políticos que se definen y
dirimen en la lucha misma. La política no se reduce a la participación en
elecciones o a la ocupación de bancas, aunque sería completamente equivocado
ignorar que tales espacios, pueden y en muchos casos (por ejemplo, en nuestro
caso) deben ser también utilizados por las clases subalternas para expresar
inconformidad y rebeldía. Hacer política significa asimismo entender que la
lucha contra el capital incluye la lucha por construir nuevas reglas de
organización de la vida social: por redefinir las normas que ordenan la
convivencia, lo que compete a todos. Esta redefinición permite impulsar construcciones políticas de y para los de abajo y supone, también, reconocer,
valorar y potenciar las sutiles formas que suele adoptar la política autónoma de nuestro
pueblo. Nadie es totalmente
ajeno, siempre existe una vivencia política aunque sea desapercibida o
desconocida, ella palpita en la cotidiana experiencia colectiva que, entre
agravios, humillaciones y esperanzas, enlaza lo presente con la memoria de
frustraciones, luchas, victorias y derrotas pasadas. Más en general,estratégicamente me atrevería a decir, pienso que
siendo la lucha contra el capital una batalla por la construcción de una nueva forma de sociabilidad y por la recuperación de la condición
humana, esta batalla requiere trascender la politicidad
enajenada es decir, la
situación en que los seres humanos son expropiados
por el capital del derecho a organizar, controlar y decidir libremente la forma
de organización de su vida social. Es un paso en la lucha por la
construcción de lo que Marx denominaba una comunidad
real y verdadera: una asociación política fundada en la libertad, en la
plena realización de la individualidad concreta y en el reconocimiento
recíproco como personas.
VI
Paso a una cuestión muy
actual. Cristina, que tanto habla de soberanía,
lo hace en términos de “unidad nacional” y de autoridad del Estado, o sea, con
palabras que ocultan el antagonismo social y dejan todo en manos de quien
gobierna. Desde el punto de vista de la lucha de clases, creo que la soberanía nacional no debe traducirse o conjugarse como
soberanía estatal, sino como soberanía
popular. Santificar el poderío y la fuerza del Estado significaría
agacharnos frente al maldito precepto constitucional que ordena: “el pueblo no
delibera ni gobierna”. A eso oponemos el protagonismo
popular. Y mucho más:
queremos que llegue a ser efectiva y continuada auto-actividad y contra-hegemonía.
Queremos que se instituya como poder
popular de hecho y de
derecho, porque dicho sea de paso, no todo derecho requiere de la unción del
Estado. Pero construir poder popular no tiene nada que ver con dar la espalda
al Estado. Con análisis concretos de situaciones concretas podremos denunciar y
combatir las insuficiencias y la inamovible hostilidad del aparato
burocrático-estatal hacia lo plebeyo y su movilización, manteniendo una
posición flexible y propositiva para reclamar, negociar e incluso apoyar
cualquier medida que implique ganar soberanía frente los imperialistas, frente
al mercado mundial o las exigencias del gran capital. En este sentido, la COMPA
elaboró el documento titulado “A 10 años del 2010, 10 propuestas políticas
emancipatorias”, el año pasado realizamos el “Foro por un Proyecto Emancipador”
y acabamos de realizar la Campaña Nacional “100% Soberanía
Popular - Construyendo una Alternativa de país” en la que se
desplegaron más de 300 mesas en Capital Federal, Gran Buenos Aires, La
Plata, Mar del Plata, Córdoba, Rosario, Mendoza, Tucumán, Salta y Jujuy,
destacando 4 ejes necesarios para construir un país
soberano (los recursos naturales, el trabajo, el transporte público y el
derecho a la tierra y la vivienda). Menciono estos textos y
actividades simplemente para recordar que están sujetos a la discusión,
aportando y apostando siempre a construir nuevas y mejores respuestas
colectivas que, en definitiva, deberán ser puestas a prueba y corregidas tantas
veces como sea necesario dialogando y luchando con el pueblo.
VII
Para terminar, quiero
recordar, porque nunca está demás hacerlo, que la construcción del poder
popular incluye prever y prepararse para el momento en que deba afrontarse un
momento de ruptura radical con el Estado capitalista y asumir la incierta
conformación de un Estado radicalmente diverso (como en algún momento
escribiera Lenin, aunque luego no pudo hacerlo). Pero digo también que ninguna
“ley” histórica o “principio” teórico impone creer que todo cambio
revolucionario queda supeditado a ese momento. Y mucho menos autoriza a
pontificar que recién entonces podrían abordarse las cuestiones de la
transición... Por el contrario, la Historia y la vida misma muestran que es
posible y necesario desafiar desde ahora el orden del capital y poner en marcha
al menos rudimentos de un nuevo metabolismo económico social. El “Socialismo
del siglo XXI” debe asumir que la revolución no consiste sólo en la
expropiación del gran capital. Debe ser también una ruptura radical e
irreversible con la división social jerárquica del trabajo, así como una
redefinición completa del paradigma productivo-tecnológico-cultural impuesto
por el capital. Debemos producir y consumir de otro modo, producir y consumir
otras cosas. Terminar con la explotación del hombre pero también con la explotación
de la naturaleza. Construir otras relaciones sociales en ruptura con la
alienación y los fetiches del capital. Son cuestiones que parecieron
secundarias a los revolucionarios del siglo pasado pero constituyen para
nosotros desafíos insoslayables y urgentes. Los diversos frentes de lucha por
la soberanía popular se proyectan como un combate por la libertad de escoger y
construir nuestro futuro. Un combate que debemos asumir desde la convicción y
la superioridad política y moral que nos da la conciencia de que lo que está en
juego no es sólo la suerte de nuestros hermanos explotados y oprimidos, sino la
supervivencia misma de la humanidad.
Presentación realizada el 10
de diciembre 2013, en la jornada de debate “Hacia la construcción de nuevas
herramientas políticas de la izquierda” convocada por Cultura Compañera en el
marco del Taller de Talleres “Resistencias Populares a la Recolonización del
Continente” (30 noviembre, 1° y 2 de diciembre) en el Espacio Cultural Pompeya,
organizado por Pañuelos en Rebeldía.